domingo, 4 de mayo de 2008

El mago y el tren

Irina salió de su casa tarde, como de costumbre, paseaba por la casa mirándose en el espejo, cambiándose la ropa, desarrenglándose el pelo.

Si no hubiese sido por llegar tarde, jamás se habría llenado de magia su vida.

Tomó el colectivo, un poco incómoda y distraída dejaba pasar las canciones en su mp3. Una taza hermética y térmica llena de té volvó su contenido en la bolsa de cartón que llevaba para guardar unos libros. Torpe de su parte, pasó la mitad del viaje buscando algo con que secar la bolsa para que no de rompiera.

Llegó a la estación de tren, sacó boleto e hizo fila casi en la punta del andén, porque es donde menos gente se concentra.

Se sentó del lado de la ventanilla, mirando hacia adelante, de esa manera puede verse cuan distinto es el entorno cada vez que lo mira con tal o cual ánimo.

Ensimismada, guardó la música y sacó algunos libros disponiéndose a estudiar aunque no tuviera ganas. Frente a ella se sentó un joven de su edad que vestía ropa negra con una campera roja que le había llamado la atención. Unos minutos después paseaba por el vagón uno de esos chiquitos que reparten tarjetitas en los trenes y subtes (estaba con su padre). El chico de enfrente sacó del bolsillo de su mochila negra un mazo de cartas de póquer, y el nene, curioso, se metió entre los asientos preguntándole: -¿ vos hacés magia?-

-Un poco.-

Con una sonrisa que revelaba la belleza de su alma, le mostró un truco al pibe, que sorprendido llamó a su papá que en ese momento estaba ocupado hablándole a los pasajeros. La gente alrededor sonreía y miraba con atención la habilidad del joven, que si bien tenía las manos temblorosas, sujetas por unas muñequeras de toalla (en su mano derecha una blanca, y en su izquierda una negra), mezclaba las cartas con una velocidad increíble.

Irina miraba atenta y sonreía ante la inocencia y frescura del nene... el mago de las cartas y ella cruzaron los ojos sonriendo, y parecía que supieran que sonreían por el mismo pensamiento que se les pasabas por la cabeza en ese momento.

El pibe volvió contento, pidiéndole más trucos, sin pudor alguno, y el mago de las cartas, de la manera más dulce, le mostró varios trucos de carta que Irina desconocía. Miraba con satisfacción y un extraño sentimiento de admiración. El pulso tembloroso y sus muñequeras le generaban curiosidad.

Cuando el pibe se fue, los dos trataban de mirarse pero no podían, entonces lo hacían de reojo, o a través del efecto espejo que produce el acrílico de las ventanas. Querían hablarse pero no podían, su única conexión emocional había sido hasta entonces el chiquito de las trajetas. Irina pensó en escribirle un nota pidiéndole un truco, o preguntando por las muñequeras, pero cada vez que tenía la voluntad de mostrarle el cuaderno, el corazón empezaba a latirle rápido y se acobardaba apretando lo que había escrito contra el pecho.

El, que antes de que el pibe le pidiera los trucos, escuchaba música, había vuelto a ponerse los auriculares y se movía con incomodidad, apoyando la cabeza contra la ventana.

Irina sentía nervios y no podía hacer nada, tampoco sabía si quisiera hacer algo; pasaban las estaciones y los dos seguían en la inmovilidad de su voluntad, mirando por la ventana, o hacia arriba, o hacia el resto de los pasajeros. Hasta que el mago volvió a ponerse su campera roja, tapando las mangas blancas de la camiseta que llevaba bajo una camisa negra, tomó la mochila del piso, y se levantó mirando hacia la puerta. Se paró unos instantes, sosteniéndose en el caño de los asientos cercanos a la salida (donde estaba el asiento de Irina), y mirándola fijamente (porque ella no podía verlo) bajó del tren sintiéndose vacío y torpe.

Irina mantuvo la mirada fija en la ventana, sin voltear, hasta que lo vio irse por el andén hacia los molinetes que dan a la calle. La gente pasaba y podía verla por los alambrados de la estación; pero él se quedó en el resguardo donde están los molinetes, esperando tal vez que ella bajase del tren a decir algo.

El tren arrancó y la vio apoyada en la ventana, con una sonrisa triste, mientras el tren hacía más grande la distancia de a poco. Se paró en la calle mirando hacia el tren, y ella seguía sentada, sonriéndole, de alguna manera, su manera, agradeciendo la magia de esos veinte minutos en los que conoció, sin decir una palabra, a la persona que en medio de su depresión y angustia, mágicamente le devolviera la sonrisa.

 

 

 

Irina y el mago de las cartas jamás se volvieron a ver.

1 comentario:

Damian dijo...

Oh, que triste... Los dos eran muy tímidos.

A mi en otra época me hubiera pasado igual. Ahora creo que al menos hubiera intentado un "hola". Quien sabe.

Beso fortalezoico =)