viernes, 28 de marzo de 2008

Dalma


Dalma murió de tristeza.
Una tarde azul, rodeada de verde, en un banquito del Parque Lezama, cerró los ojos contando del uno al cien, y no volvió a abrirlos nunca.
Se levantó entonces a diario, a las siete, desayunó bien, como pocos, fue a trabajar, contracturó sus trapecios infinidad de veces, fue a la universidad, fue feliz, fue infeliz, fue ella, deseó no haberlo sido, tuvo novio, tuvo incentivo, tuvo ganas de hacer las cosas bien, tuvo terapia.
Aprobó exámenes, se recibió, se casó, tuvo hijos, amantes, de todo... de todo menos...
Dos horneros remolones canturreaban con vehemencia, mientras una brisa otoñal acariciaba las prominentes marcas del tiempo en su rostro; unas hojas volaban y otras se quedaban ligadas, caprichosas, a la fuente que les dio la vida. Dalma no tenía ligaduras ni corcheas, su melodía era tan enarmónica que no había gorrión de paso esa tarde, que pudiera seguirla. Ahí de su tristeza.
Con el ceño fruncido y las manos envueltas por el velo de la artrosis, trató de capturar el momento último figurativo de las venas del tiempo. Pero no pudo; las manos, la artrosis, demasiado dolor.
Hijos felices tuvo, poetas, humanistas, inhumanos, tiranos y desiguales.
En la vida esperable y aceptable, todo.
En el banco miraba hacia todos lados, todo era como antes, o en su defecto, como siempre.
Pero fue ahí en su distracción cotidiana que abrió los ojos, pensó en la fortuna de los rayos y del cielo, volvió a cerrarlos, contando del uno
al cien...

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